Bueno, pues arranquemos con una historia larga sobre el mundo de Ibhn,
espero que os guste! Creo que el título de la historia, los Pergaminos
del Cielo, es bastante adecuado, aunque de momento es provisional.
Empezaré poniendo la introducción e iré colgando los capítulos a medida
que los vaya completando y también es muy posible que vaya editando
detalles de capítulos pasados. Podéis comentar cualquier cosa sobre la
historia en este mismo hilo. Puede que algunos ya hayáis leído alguno de
estos capítulos pues los puse en el otro hilo. Vamos allá!
Introducción
Miguel volaba sin batir sus alas compuestas por plumas blancas
inmaculadas a través de la violenta ventisca que se había desatado esa
misma mañana sobre la región montañosa de Artús. Ni los vientos
huracanados ni el intenso frío eran capaces de detener o alterar la
trayectoria ascendente de su grácil vuelo. Se dirigía directo e
indiferente hacia las grises nubes tormentosas que estaban desatando
aquel temporal. Hacía siglos que no sobrevolaba aquella parte del norte
de Ibhn, situada bajo la constelación de Gigas, y Miguel no quería
desaprovechar la oportunidad de contemplar el orgullo y la magnificencia
que eximían aquellos picos nevados. Miguel había conocido en persona,
en un pasado muy lejano, al artesano que había cincelado con esmero
aquellas cumbres y había rebajado una y otra vez la basta roca de
aquellas montañas para pulir los ondulados valles surcados por delicados
ríos. Sin duda, la sierra de Artús era la obra maestra de un gran
artista, pero aun así, pensó Miguel despectivo, su indudable elegancia
distaba mucho de ser equiparable a la perfección de los Ángeles.
Miguel alcanzó las densas nubes y perdió de vista la sierra de Artús.
Otro ser se hubiera desorientando avanzando a través de la bruma húmeda
que componía los nimbos de aquella ventisca, pero los cielos eran el
hábitat de los Ángeles, por lo que Miguel se sentía como en casa
mientras continuaba su búsqueda. No tardó en vislumbrar una silueta a su
izquierda y detuvo de inmediato su vuelo. Al fin y al cabo, él era el
invitado y debía esperar educadamente a que su anfitrión desease
recibirlo.
Macabel tardó dos horas en aparecer frente a él. Aquella breve espera indicaba que su hermano estaba esperando su visita.
—Saludos, Miguel. Cuánto tiempo. Llevaba tan solo 10 años
esperándote. Has venido rápido, lo cual quiere decir que tú también te
has dado cuenta de que algo extraño ocurre en nuestro mundo.
Miguel no se inmutó lo más mínimo ante la aparición de su hermano, pero
cualquier otro ser vivo le hubiera mirado anonadado pensando que aquél
ser no podía se real. Macabel vestía ropas de seda blanca impoluta que
recorrían su fastuosa figura de adonis rematada por dos grandes alas que
surgían de su espalda. El iris de sus ojos era dorado, igual que la
tonalidad de sus cabellos; y aunque semejase un hombre adulto, había
ciertos rasgos de su anatomía que recordaban a los de un infante: como
su fina piel sin broncear, la falta de bello corporal o sus rosadas
mejillas. Como todos los Ángeles, no solo era hermoso, sino que además
era aterrador.
—Tres siglos pasan en un abrir y cerrar de ojos —contestó Miguel.
—Cierto. Pero dejemos de lado la nostalgia innecesaria y tratemos
el urgente asunto que te ha traído hasta aquí. Noto más magia
recorriendo mi alma, como si existiera una perturbación en los daones.
Algo nuevo está ocurriendo. Los Titanes deben de ser la causa...
—Pero están dormidos…
—Cierto, pero su influencia sigue afectando a la superficie del
planeta. Quizá haya llegado el momento de descender momentáneamente de
los cielos y pisar tierra firme.
Una mueca de asco apareció en el rostro de Macabel al pronunciar
aquellas palabras. Del mismo modo, a Miguel no le hacía ninguna gracia
la idea de pisar la sucia y mundana tierra firme.
—¿Y si los estuvieran manipulando? —continuó Miguel—. ¿Y si alguien
se está aprovechando de su gran poder? Cómo ocurrió en el pasado… Al
fin y al cabo no son más que esclavos incapaces de pensar por sí mismos.
—Esclavos… Podría ser, sí… —Macabel hizo una pausa y cambió de
tema—. ¿Has contemplado alguna vez a los humanos que moran allí abajo,
Miguel? A veces observo sus movimientos desde las alturas. Esa sí que es
una civilización de esclavos. Son incapaces de cuidar de sí mismos y
siempre buscan a alguien más fuerte para que solucione sus problemas y
les proteja. A veces me pregunto si no sería mejor que tuvieran un líder
más… divino…
Miguel calló, sorprendido ante la peligrosa declaración que le acababa
de hacer su hermano. Era insólito que un Ángel se preocupase por unos
seres tan insignificantes como los humanos. Le miró atentamente y se
preguntó que se traía entre manos. ¿Podía ser que Azazel hubiera logrado
finalmente corromper el alma del más puro de sus hermanos utilizando a
los humanos como cebo? De todos modos decidió no seguir hablando de
aquel tema, ya averiguaría más en otro momento. Ahora necesitaba de
forma apremiante otro tipo de respuestas.
—Creo que todo esto es un plan de Abbadón. —Insistió Miguel—. Creo que deberíamos avisar a Gabriel.
—Todavía no hay necesidad de avisarle. Aun no sabemos a qué nos enfrentamos.
El tono de Macabel era calmado y tan musical como el del resto de la
conversación, pero Miguel detectó con facilidad una nota de amargura en
sus palabras. Sabía que Macabel y Gabriel siempre habían rivalizado para
ver quién era mejor de los dos, y que no les gustaba nada trabajar
juntos.
—Pero Macabel, ¡juramos protegerlos! ¿No lo habrás olvidado, verdad?
—Sí, es cierto, juramos proteger al mundo de la destrucción; pero no juramos protegerles de sí mismos…
Capítulo 1
—¡PAM!
La explosión resonó por toda la cueva mientras la bala salía disparada
hacia su objetivo. El muchacho bajó el arcabuz y movió la mano izquierda
de un lado al otro en el aire para que la cortina de humo formada por
partículas de polvo daónico que le cegaba se disipara más rápido. Forzó
la vista con los ojos enrojecidos con la esperanza de haber acertado al
objetivo que se encontraba a 200 pasos de su posición; pero el maniquí
seguía intacto. Había vuelto a fallar.
—¡Rayos y centellas! ¡Ricot, no te he dicho mil y una veces que
aguantes la respiración antes de apretar el gatillo! —le gritó enojado
el anciano que vigilaba todos sus movimientos desde detrás de él—. No
aciertas ni una… Será mejor que tomemos un descanso.
Ricot respiró aliviado al escuchar que podía tomarse una pausa y siguió
al sargento Thobías hasta las gradas de hierro que se encontraban en un
lateral del campo de prácticas de tiro en el que estaban entrenando. La
mayoría de soldados o aprendices habían abandonado ya el lugar. Ricot no
se dio cuenta de lo cansado que estaba hasta que se sentaron. Tras tres
horas de insufribles prácticas tenía los brazos y los hombros fatigados
y doloridos, su uniforme de aprendiz marrón cubierto de hollín y los
oídos le zumbaban a causa de haber escuchado tantas pequeñas explosiones
reverberando en las paredes rocosas de la cueva. Tenía ganas de cerrar
los ojos y descansar tranquilamente, pero entonces Thobías empezó a
relatar otra de sus inaguantables peroratas:
—Recuerda, chaval, nuestro pueblo nació de la combinación del fuego
y el metal, y ésta arma letal que estás aprendiendo a usar creada por
los alquimistas a partir de puro hierro fundido forjado en forma de
tubo, que se dispara con una llave de chispa, es la prueba definitiva de
ello. Puede atravesar hasta la más gruesa de las corazas y alcanzar a
un enemigo a más de cien varas de distancia. Hay muchos monstruos allá
fuera, pero mientras tengas tu arcabuz junto a ti podrás acabar con
cualquiera de ellos de un solo disparo certero que queme y perfore su
carne.
Por otro lado, la ballesta se considera hoy en día por parte de nuestro
ejército un arma arcaica y poco digna puesto que se fabrica con madera y
cuerda en lugar de metal, pero nadie duda de su eficacia. Disparada de
forma certera contra una parte vital del enemigo puede ser igual de
efectiva que el arcabuz…
El sargento Thobías continuó incansable su discurso sobre el uso de las
armas de proyectiles modernas, pero Ricot hacía ya rato que no le
prestaba la más mínima atención. Llevaba ya dos meses a cargo del viejo,
tiempo más que suficiente para haber aprendido que cuando Thobías
(antiguo veterano de guerra del ejército de su Majestad reconvertido
ahora en instructor de combate), empezaba a contar una de sus historias
sobre estrategia militar o a quejarse de lo blandengues que se habían
vuelto los jóvenes hoy en día, era mejor dejarle hacer. Ricot empezó a
sentir que le dolía la cabeza y se preguntó una vez más cómo había
acabado allí. Su destino nunca había sido el de convertirse en un
belicista…
Era el segundo hijo de una familia bien estante apellidada Fergud. Tanto
sus abuelos, como sus padres y como su hermano mayor, se dedicaban a la
alquimia: el arte tradicional de la forja del hierro y de la creación
de objetos arcanos; por lo que se habían ganado merecidamente el
prestigio de muchos de sus conciudadanos que admiraban sus
fabricaciones. Todos ellos habían aprendido el arte de forjar en la
institución conocida como "la Fábrica". Cuando Ricot alcanzó la edad de
los 17 años, tal y como era la costumbre familiar, se presentó ante los
herreros arcanos de la Fábrica para pasar unas pruebas con la intención
de ser admitido y poder aprender el oficio de alquimista. Sin embargo,
para sorpresa de todos (incluso de sí mismo), Ricot demostró no poseer
ningún tipo de aptitud mágica para poder ejercer la forja. Los herreros
arcanos le explicaron que no poseía afinidad suficiente con el metal y
el fuego, y que estos elementos eludían sus órdenes y se descontrolaban
en sus manos. No podía ser admitido en la Fábrica.
Sus padres no dijeron nada al conocer la noticia, pero Ricot podía ver
la decepción camuflada tras sus rostros pétreos. ¿Qué iban a hacer con
él?
Su padre tenía varios contactos con sus clientes e intentó enchufar a su
hijo en algún lugar donde pudiese labrarse un futuro digno. Sin
embargo, tanto los pertenecientes al gremio de alquimistas como al de
constructores no querían hacerse cargo de un muchacho a punto de llegar a
la edad adulta que no poseía cualidades mágicas. Al final, un antiguo
conocido de su padre llamado Thobías, vio potencial en el físico del
chico y accedió a entrenar a Ricot en el uso de las armas asegurándole
que en el ejército tendría una buena vida. A falta de una mejor
solución, sus padres accedieron y mandaron a Ricot con su nuevo maestro a
un cuartel militar, destinando el dinero que habían guardado para su
aprendizaje en la Fábrica a que aprendiese a usar la pica, la rodela, la
ballesta y el arcabuz.
—…y ya sabes que además una coraza o una cota de malla no serán rival… ¡¿Me estás escuchando, cadete?!
Thobías se había detenido súbitamente al darse cuenta de que su alumno
estaba mirando embobado las antorchas que iluminaban desde lo alto la
cueva en lugar de prestarle atención. Ricot dio un brinco que elevó su
trasero varios centímetros por encima del banco de la grada y se
apresuró a responder lo primero que le vino a la cabeza:
—¡Sí, señor! ¡Me preguntaba por qué, señor, no existe en el ejército una unidad de arcabuceros a caballo!
—¿Cómo? ¡Cabalgar con un arcabuz! Menuda idiotez. Sabes muy bien
que nosotros no cabalgamos. En mi opinión los caballos son bestias
mimadas y poco fiables. ¿De dónde has sacado eso, novato?
—Pensaba en los caballeros de la antigüedad, señor. Ellos peleaban a caballo en épicos combates cuerpo a cuerpo.
—Épicos dice… Dime, chico, ¿qué tiene de épico una pelea a mamporros montado sobre un jamelgo?
—Eran muy valientes señor, se lanzaban a la carga en pos del honor y la gloria.
—¿Y dónde están esos caballeros ahora? ¿Por qué crees que
desaparecieron? Yo no veo qué hay de honorable en formar parte del bando
perdedor.
—Pero ellos…
—Basta, chico. ¿Es que no te he enseñado nada? Las tropas del
Imperio combaten en formaciones cerradas de infantería, no hay lugar
para el individualismo. Luchamos unidos en bloque como un solo hombre y
es esa disciplina, determinación férrea y espíritu de compañerismo lo
que nos hace triunfar sobre nuestros enemigos. Lees demasiados libros
viejos. Te hace falta ver más mundo… Créeme, será un arcabuz el que te
protegerá de los peligros del mundo cuando las palabras no basten; no la
épica, la caballerosidad o la valentía.
Ricot calló ante aquella sentencia que a él le parecía injusta, pero
sabía que no ganaría nada más que un entrenamiento mucho más duro al día
siguiente si seguía discutiendo. Puede que los caballeros de antaño que
portaban armaduras completas, bardas decorativas sobre sus caballos de
guerra y pendones ondulando al viento en lo alto de sus lanzas hubieran
desaparecido, pero él no dejaba de admirar las gestas que narraban los
escritores y cantaban los bardos sólo porque las órdenes de caballería
hubiesen desaparecido.
—Esta tarde escribiré a tus padres para contarles tus progresos.
Nos queda mucho por hacer, pero creo que para la próxima Cacería tu
entrenamiento ya estará terminado. Venga, es hora de continuar
practicando.
Mientras se levantaban, Ricot no supo si su instructor le acababa de
decir aquellas palabras con la intención de zanjar de tema, de darle
ánimos o al verle muy distraído. Fuera como fuese, no contestó, volvió a
coger el arcabuz, se colocó en posición, cargó el arma y se preparó
para disparar. Ojalá esa vez acertase al maldito maniquí…
Carta a la familia Fergud:
"Su pimpollo está aprendiendo rápido, estoy contento con sus progresos y
habilidades. Ya sabe usar la pica y el arcabuz, las armas principales
de todo entrenamiento militar que se precie, y pronto le daré clases
para el uso de la ballesta y la rodela. Estoy seguro de que llegará a
formar parte de las mejores unidades de élite del ejército de su
Majestad, ¿y quién sabe? quizá incluso llegue a capitán del cuerpo de
arcabuceros o de piqueros.
En cuanto a su actitud, es verdad que es un tanto alocado y fantasioso,
pero así son los jóvenes de hoy. Confío en que tan solo le haga falta un
poco más de mano dura y experiencia vital para convertirse en un hombre
hecho y derecho. Puede que en ocasiones sea duro con él, pero ustedes
saben tan bien como yo lo que le aguarda ahí fuera, más allá de las
fronteras de nuestro glorioso Imperio. Más vale ser duro con él en estos
momentos de su vida, pues seguro que este entrenamiento que ustedes le
están pagando le ayudará a sobrevivir a los peligros con los que se
encontrará más adelante."
Siempre es un honor,
Sargento Thobías
Capítulo 2
“La silueta de un gran hechicero rodeado de 7 daones blancos que emiten fogonazos de energía mágica a intervalos regulares.
Los picos nevados de la cordillera Artús en llamas iluminando la figura
oscura de un ave con una sola ala que flota en el cielo estrellado.
La falda de las montañas coloreada con pinceladas de rojo, naranja y
amarillo, correspondientes a sombras de hierro fundido de grotesco
perfil humanoide, que parodian el andar erguidas sobre dos piernas
temblorosas que se agitan como el viento, descendiendo a cientos por la
ladera, carbonizándolo todo a su paso; como si de un río de lava se
tratase.
Miles de fanáticos desnudos arrodillados frente a un trono de metal
ocupado por un ser todo poderoso al que veneran con pasión; y una voz
sepulcral que murmura de fondo…
TODO ARDERÁ”
Tanem Fergud despertó de golpe en su alcoba. Las primeras luces del alba
empezaban a filtrarse por la ventana poniendo fin a los misterios de la
noche. Tanem respiró profundamente mientras el eco de aquellas
perturbadoras imágenes huía de su mente. No era la primera vez desde que
se había convertido en alquimista que aquellos sueños (¿o quizá debería
llamarlas visiones?) acechaban su mente por la noche. Comenzaba a
acostumbrarse a ello.
Parpadeó varias veces y luego alcanzó con una mano el pequeño reloj de
cobre mágico que descansaba sobre un estante encima de su cabeza. Frotó
su pulsera de daones ígneos sobre la superficie y los engranajes del
mecanismo se pusieron de inmediato en marcha para dar inicio a un nuevo
día. Faltaba tan solo una semana para la gran ceremonia. Había trabajo
que hacer.
Tanem se bajó de su incómodo catre de hierro forjado con calefactor y se
quitó el pijama y se vistió con la burda túnica de color naranja hecha
con lana correspondiente a su gremio. Se acercó hasta el tocador,
forjado también con hierro, y accionó una palanca para que saliera agua
caliente y vapor por la rejilla situada bajo el espejo. Se lavó la cara y
volvió a mover la palanca para cerrar la rejilla. A continuación
extrajo unas tijeras de plata de uno de los cajones acolchados con
terciopelo verde y se encaró frente al espejo empañado para poner en
orden su escasa cabellera. Como cualquier trabajador de la Fábrica, y a
consecuencia de las normativas de seguridad gremial, su cabello, barba y
cejas, así como cualquier otro pelo de su cuerpo, debían estar rapados
al zero para evitar sufrir quemaduras mientras trabajaba en los hornos y
las forjas de la Fábrica. Éste hecho le daba a su rostro redondeado un
semblante más duro, recalcando con mayor intensidad su piel de tonalidad
bronce y sus ojos rojos.
En cuanto estuvo listo, Tanem abandonó su alcoba y se dirigió a toda
prisa escaleras abajo hacia los pisos inferiores de la Fábrica, donde se
encontraban los puestos de trabajo. Llegó al taller tan solo unos
segundos antes que su capataz, el herrero Montag, un hombre enorme cuyos
músculos eran equiparables a los de un minotauro. En la Fábrica se
castigaba con dureza la impuntualidad y la pereza, pues en su sociedad
se consideraba que todo individuo que tuviera el don de la herrería o la
alquimia debía trabajar duro y esforzarse en sus acciones y creaciones
para hacer avanzar así el motor tecnológico del Imperio.
—Muy bien muchacho, manos a la obra —dijo Montag mientras abría el baúl
donde guardaban las herramientas y extraía un martillo, unas pinzas y un
soplete—. Ponte tu armadura y enciende un fuego.
—He pensado que quizá hoy podría trabajar sin la armadura —replicó
Tanem—. Al fin y al cabo, llevas viéndome trabajar 3 meses y ya sabes
que nunca he sufrido ningún accidente…
—Cuando llegues a maestro, joven alquimista, podrás trabajar como te dé
la gana; pero mientras trabajes en este taller bajo mis órdenes, te
pondrás la armadura. No pienso correr ningún riesgo. Es por tú bien.
Además, a lo mejor así ganas un poco de músculo, que estás hecho un
tirillas.
Tanem fue de mala gana hasta el armario y extrajo su armadura de
trabajo. Aquellas placas estaban encantadas para repeler el calor y
evitar las quemaduras, pero pesaba una barbaridad y a Tanem se sentía
como un muñeco de trapo enlatado mientras trabajaba con ella porque
tenía muy poca movilidad en los brazos. Puede que a Tanem le faltase el
físico imponente de su padre, pero como primogénito de la familia Fergud
sí había heredado una gran habilidad mágica y un gran potencial
creativo. Mientras se la colocaba, Montag le resumió la jornada de
trabajo.
—Cómo ya sabes, dentro de una semana será la celebración del vigésimo
quinto aniversario del nacimiento del Imperio, y he recibido el encargo
de su Majestad de crear un magnífico espectáculo pirotécnico. El Arconte
no ha reparado en gastos, todo tiene que ser perfecto. Hoy empezaremos
con la fabricación de las candelas y los silbadores. En cuanto hayas
encendido de una vez el fuego, ven a mi mesa de trabajo y te entregaré
los planos.
Tanem terminó al fin de abrocharse la armadura y fue hasta la chimenea.
Cogió polvos de daones ígneos pulverizados de la repisa de encima de la
chimenea y los esparció por el receptáculo. A continuación, se
concentró, y tras chasquear la lengua los hizo arder creando una buena
fogata. Tal y como le había dicho Montag, fue después hasta la mesa de
trabajo y leyó las instrucciones sobre cómo hacer un silbador.
—“…colocar el disparador bajo la base del dispositivo formado por 3
piezas hexagonales de óxido de silicio recubiertas con 2 onzas de ascuas
secas y atornillar los tres puntos de anclaje con tuercas del tamaño de
un dedo…”. Maestro, creo que el cuarzo podría recubrirse con hasta 5
onzas de ascuas secas si a cambio colocamos cuatro puntos de anclaje en
lugar de tres y así podemos conseguir una explosión mucho más
espectacular.
—No. Nada de experimentar. Lo haremos de la forma tradicional.
—Pero, maestro, y si…
—He dicho.
Montag se volvió con su enorme cuerpo hacia él y le miró severamente con
sus ojos negros. Tanem se vio obligado a bajar la cabeza y obedecer sus
órdenes. Sin embargo, en cuanto el maestro dejó de mirar, Tanem cogió
un poco más de ascuas secas del armario de materiales de las que eran
estrictamente necesarias para seguir las instrucciones al pie de la
letra. Si su maestro no le dejaba avanzar, tendría que buscarse la vida.
Al fin y al cabo, él no necesitaba un maestro, ya había demostrado en
multitud de ocasiones que tenía mucho más talento que Montag. Iba a
demostrarle a todo el mundo de qué era capaz, y lo iba a hacer a lo
grande.
Capítulo 3
En cuanto llegaron los días previos a la gran ceremonia Imperial,
Thobías le soltó a Ricot la noticia bomba. El sargento daba su
entrenamiento en el uso de las armas por finalizado, y a partir de ese
momento debería seguir aprendiendo en el ejército bajo las órdenes de
los oficiales de su Majestad. Sin embargo, entrar en el ejército y
convertirse en soldado imperial no era algo tan trivial como formalizar
una solicitud o pasar unas pruebas de aptitud. Para poderse ganar el
honor de combatir bajo el estandarte imperial uno debía antes
convertirse en cazador y, literalmente, haber ‘sobrevivido’ a una
Cacería. La Cacería era un evento anual que daba comienzo tras la
celebración del aniversario Imperial, durante el cual los cazadores, que
se presentaban de forma voluntaria al cargo, debían viajar en grupos
armados hasta los dientes, y dirigidos por un oficial del ejército,
hasta las fronteras del Imperio para limpiarlas de los monstruos que
atemorizaban a la población y perturbaban el orden y la paz de la
nación.
Por tanto, Thobías había inscrito a Ricot en la Cacería de ese año que
estaba a punto de dar comienzo sin ni tan si quiera consultarle. A causa
de ello, el día de la ceremonia Ricot debía presentarse frente al
palacio Imperial, donde el Arconte pronunciaría un discurso frente a los
cazadores, y después de eso los oficiales distribuirían a los cazadores
en grupos y una vez estuvieran listos todos los preparativos,
marcharían esa misma noche hacia las montañas.
De modo que un nervioso Ricot y un orgulloso Thobías abandonaron el
cuartel situado a las afueras de la capital (denominada ciudad Férrica
por sus habitantes) la noche antes de la ceremonia y se hospedaron en un
céntrico albergue situado cerca del palacio. Mientras cenaban estofado
de jabalí con zanahorias y cebollas acompañado de vino sureño importado
desde la Ciudad del Mar, un auténtico lujo, Thobías seguía dándole la
lata a su todavía aprendiz con sus discursos mientras hacían tiempo
hasta que llegase Tanem, que iba a despedirse de su hermano antes de que
se marchase a la peligrosa aventura.
—Vamos mozalbete, alegra esa cara y disfruta estos manjares que han
llegado hasta la ciudad con motivo de la fiesta. Oye, es normal que
estés nervioso, yo también lo estuve antes de mi primera Cacería, ¡se me
puso la piel de gallina! Fue muy emocionante, te lo aseguro. El Imperio
aun se estaba terminando de formar y estábamos en guerra con los
Tolfek, ya que uno de sus clanes había descendido desde la Tundra de
Nirr hasta las montañas Artús, donde pretendían asentarse. Aquellas
enormes cabras asaltacunas se creían muy fuertes, pero terminamos
expulsándolas de lo que ahora son nuestras tierras. Desgraciadamente,
compañeros míos de armas murieron… Supongo que es el precio a pagar por
la libertad, siempre hemos tenido que luchar para sobrevivir. Más
adelante se firmó la paz con los Tolfek, y hoy en día nuestros pueblos
son considerados casi como aliados, aunque yo sigo sin fiarme de ellos
ni un pelo.
De todos modos, eran otros tiempos, ahora las cosas están más calmadas.
Todo va bien, Ricot, y eso me preocupa. Es justamente en momentos de
calma como estos cuando debemos estar más alertas…
La puerta del albergue se abrió y Ricot levantó la cabeza esperanzado al
ver aparecer una túnica anaranjada. Por fin había llegado Tanem. Tenía
muchas ganas de hablar con él, y encima así se quitaría al vejestorio y
sus batallitas de encima.
Tanem se sacudió la nieve de las botas en el umbral y entró. Localizó a
su hermanito y al sargento sentados en una mesa de latón con forma
octogonal. Saludó primero formalmente a Thobías con una inclinación de
cabeza, pues era el señor más mayor del grupo y le debía respeto. El
antiguo soldado estaba igual a como le recordaba: abundante barba gris
que le llegaba hasta el pecho, cabello corto recogido en forma de moño,
piel cetrina surcada de arrugas y una prominente cicatriz que empezaba
en el dorso de su mano izquierda y llegaba hasta el hombro. En segundo
lugar volteó la mesa y abrazó a Ricot, y al separarse le dio unas
palmadas en la espalda.
—Vaya, vaya. ¡Sí que has crecido desde la última vez que nos vimos,
Ricot! Estoy sorprendido, ya casi me sacas una cabeza. Y mira que
brazos, ¡parecen jamones! ¿Has estado haciendo muchos abdominales?
—Sí, Thobías me ha mantenido en buena forma física. Adelante, toma
asiento. ¡Cuánto tiempo! Me alegro mucho de verte. ¿Te apetece tomar
algo?
—No, pero gracias, tiene buena pinta. Bueno, cuéntame, ¿cuánto tiempo estarás fuera?
—La Cacería suele durar unos tres meses —contestó Thobías en su lugar.
—Prefiero no hablar mucho de ello. Espero volver a verte pronto, Tanem
—añadió Ricot—. Seguro que cuando vuelva ya te habrás convertido en un
alquimista famoso. ¿Tienes mucho trabajo?
—Pues sí, estoy agotado en realidad. Me he encargado de fabricar la
mayoría de los fuegos artificiales que se lanzarán esta noche.
—Vaya, pues es una pena porque creo que no podré verlos, estaré
recibiendo instrucciones en los barracones y luego saldremos de la
ciudad.
—Será espectacular. Al menos podrás oírlo aunque estés lejos o bajo
tierra. Espero que me asciendan después de esto. Oye, antes de que se me
olvide, te he traído una cosa.
Ricot miró sorprendido como Tanem sacaba de uno de sus bolsillos un
medallón de cobre con forma de cubo del tamaño de una manzana que iba
atado a una cadena de hierro para poder colgarlo del cuello.
—Es un artefacto de mi propia creación. Cuando cierras el puño con
fuerza alrededor del medallón se acciona su funcionamiento mediante la
conducción de calor de tu piel al metal, y entonces absorbe los daones
ígneos cercanos que hay en el ambiente en el que te encuentras, y los
moldea para crear un envoltorio flamígero esférico de metro y medio de
radio. Tal y como dictan las leyes de la termodinámica, su eficacia y
duración dependen por completo de lo que tarden los daones cercanos en
agotarse.
—No sé si te sigo… Yo no he estudiado en la Fábrica, hermano. ¿A qué te refieres?
—Te protegerá cuando estés en apuros. Llévalo siempre contigo, y no
cierres el puño alrededor del cubo a menos que estés en peligro.
—Gracias. Lo haré.
Tanem le pasó el amuleto a Ricot y éste lo contempló embelesado mientras
se lo colocaba alrededor del cuello. En ese momento Tanem extrajo su
reloj mágico de otro bolsillo y consultó la hora.
—Ya va siendo hora de despedirnos, mañana a los dos nos espera un día
ajetreado. Buenas noches, y que tengas buena suerte en tu viaje. ¡No te
metas en líos!
—Buena suerte a ti también. Y tú no sigas fabricando artefactos como éste o acabaran considerándote un genio.
—Eso espero.
Capítulo 4:
Al día siguiente Ricot se levantó pronto. No había logrado pegar ojo.
Tras vestirse, y una vez hubo comprobado que llevaba consigo el medallón
de su hermano colgado del cuello, respiró profundamente un par de veces
para intentar quitarse de encima los nervios y se encaminó hacia la
plaza mayor de ciudad Férrica, situada frente a la escalinata que
conducía hasta el palacio. Una vez allí se unió a los demás cazadores
venidos de todas partes del Imperio: cazarecompensas en busca de pieles,
guerreros y soldados deseosos de combatir por su Imperio, mercenarios
que tan solo luchaban por conseguir una paga, guerreros Tolfek en busca
de un adversario digno de su categoría, magos ansiosos por ver mundo y
poder encontrar nuevos daones para sus experimentos, etc. Todos ellos
callaron y se pusieron firmes en cuanto el Arconte Baláceas apareció en
la balconada del palacio para dar su discurso:
—“Bienvenidos, participantes de la Cacería. Hoy todos nosotros nos
reunimos aquí unidos por una causa común debido a que, tal y como todos
sabéis, la libertad y la seguridad tienen un precio. Un precio, que por
desgracia, se paga con sangre —Ricot no pudo evitar dar un respingo al
oír aquello. A continuación las palabras pausadas de Baláceas se fueron
acelerando paulatinamente, llenándose de energía tras cada nueva
sentencia—. Me siento orgulloso de vuestro sacrificio. Vuestra fuerza y
voluntad hace grande al Imperio. Gracias a vuestro esfuerzo nuestras
familias permanecen seguras año tras año de los horrores que habitan en
el mundo exterior. Minotauros, Ghàam, magos tenebrosos u Hombres Bestia,
todos y cada uno de ellos constituyen por igual una amenaza para la
civilización que hemos creado. No olvidéis que allá donde hay luz
también crecen las sombras. Valor, guerreros, pues esas aberrantes
criaturas malignas de la naturaleza deben ser destruidas por el bien de
todos —Baláceas realizó entonces una pausa dramática durante su
vehemente discurso antes de llegar al gran final—. Contamos con
vosotros. ¡Que la llama os acompañe! ¡Marchad, y no descanséis hasta que
el último de ellos haya muerto!”
La enfervorizada multitud, entre la que Ricot, cada vez más confuso, se
encontraba, estalló en aplausos y vítores tras las últimas palabras de
su líder. Acto seguido, y mientras el Arconte abandonaba la balaustrada,
los oficiales del ejército pusieron orden y comenzaron a organizar a
los participantes en pequeños grupos de cinco o seis personas. Una vez
organizados los grupos, le asignaron un nombre a cada grupo para poder
identificarlos y procedieron a hacer firmar los contratos referentes a
la Cacería a cada uno de los participantes para que se convirtieran
oficialmente en cazadores. Una vez finalizado todo el procedimiento
legal y administrativo, tedioso proceso que duró un par de horas, cada
grupo fue enviado de forma ordenada hacia los barracones situados junto
al palacio para ser equipados adecuadamente para el largo viaje y
recibir instrucciones.
La unidad de cazadores a la que Ricot había sido asignado se denominaba
“Igneus317” y constaba de otros cinco participantes además de sí mismo.
No había tenido tiempo aun de hablar con sus compañeros de unidad o de
conocer sus nombres ya que los oficiales les instaban en todo momento a
guardar silencio para que todas y cada una de las órdenes dictadas por
ellos se cumplieran con celeridad. Sin embargo, solo le hizo falta
echarles un vistazo por encima a cada uno para juzgarlos a primera
vista. El primero en que se había fijado, y no justamente por
casualidad, era en un hombre gigantesco del tamaño de un oso y con
aspecto de troll al que le faltaban varios dientes y le sobraban varios
músculos. Su calvicie y su mandíbula ancha rematada por una gruesa nariz
torcida denotaban que había sobrevivido a varias peleas callejeras
durante su vida.
El segundo miembro del grupo en que se había fijado también destacaba
por su constitución fornida, pero no se le había quedado mirando por
eso, si no por los dos pares de enormes cuernos afilados que surgían de
su frente. El tolfek destacaba además por su mandíbula repleta de
amenazadores colmillos, por el tono azulado, casi níveo, de su piel y
unos prominentes pies descalzos acompañados de garras. Ricot no había
visto en su vida a una criatura más dotada para la caza que aquél ser.
Suerte que estaba de su parte y, tal y como había dicho Thobías, hoy en
día los tolfek ya no eran considerados por el Imperio como criaturas
incivilizadas y peligrosas.
El tercer miembro del equipo era sin embargo un hombre de edad avanzada y
melena canosa que andaba un tanto encorvado y llevaba colgado del
hombro un bolso lleno de bártulos metálicos que tintineaban a su paso.
Como colmo de la extravagancia llevaba unas gruesas lentes de visión
frente a los ojos. Sin duda alguna se trataba de un alquimista
(aparentemente jubilado).
A la cuarta miembro del grupo Ricot también se la quedó mirando con ojos
desorbitados, pero esta vez a causa de que se le caía la baba. Aquella
mujer joven, alta y con abundante melena oscura trenzada, de musculatura
fibrosa y atlética fruto de muchas horas de gimnasia era a la vez bella
y fiera. Ricot no había visto a una mujer así en su vida. No todas las
sociedades contaban con mujeres guerreras. Supuso que se trataba de una
Nanwyn. Lo sabía por una historia que había leído hacía tiempo, la cual
narraba las aventuras de un héroe denominado Verthen, hijo de Garead y
último Tor de los Nanwyn; que era escogido como líder de la tribu Nanwyn
tras superar unas duras pruebas, y durante su mandato traía la
prosperidad y la victoria a su pueblo a través de la batalla contra los
salvajes minotauros. La tribu Nanwyn era considerada como bárbara en el
Imperio, ya que su sociedad seminómada vivía a la intemperie en la
tundra que se hallaba más allá de las montañas Atlas y no se preocupaban
por cosas como el dinero, la política o las clases sociales. Solamente
vivían para pelear.
Por último, un oficial del Imperio cerraba el grupo. Ricot dio gracias
al cielo porque fuera mucho más joven que Thobías, no estaba preparado
para volver a escuchar todas aquellas anécdotas seniles otra vez. El
oficial rondaba la treintena, pero aun así parecía curtido en muchas
batallas. A pesar de ser el líder del equipo, era el más bajo de todos
(descartando al alquimista encorvado, claro) y tenía una constitución
física más esbelta que fornida. Era de tez clara y Ricot confirmó sus
sospechas sobre que era extranjero al escuchar su acento en cuanto
empezó a hablar:
—Escuadra de cazadores Igneus317, me presento. Soy el alférez Horace y
soy el líder de esta unidad. Al contrario que vosotros, esta será mi
quinta Cacería, así que acataréis rigurosamente todas mis órdenes si
queréis volver a casa de una pieza. Espero de todos ustedes un
comportamiento ejemplar, pues yo me encargaré de determinar vuestra
evaluación para al final de la Cacería concederos o no el rango de
soldados Imperiales. Ahora voy a pasar lista, al oír vuestro nombre
presentaos: ¿Amateus Prodigus?
—¡Presente señor! —dijo el anciano con voz quejumbrosa a la vez que esbozaba una sonrisa.
—¿Mattice Gregane?
—Podéis llamarme Matt —respondió el matón de nariz torcida.
—¿Yazeg Khimaris?
El tolfek apenas asintió levemente mientras Horace lo miraba de arriba abajo sin disimulo.
—Vaya, nunca había contado con un tolfek en mi unidad. Bienvenido, nos serás de gran ayuda. Y tú debes de ser…
—Allena —se adelantó la mujer— ¿Cuánto más voy a tener que esperar para que me dé una espada?
—Allena, no sé cómo tratáis a las autoridades en tu tierra, pero aquí
cuando te dirijas hacia mi debes utilizar el término señor, alférez o
semejante como señal de respeto hacia tu superior —la expresión facial
de Allena no cambió ni un milímetro ante aquellas palabras, como si todo
aquello no fuera con ella—. Te aseguro que pronto tendrás tu espada si
es lo que deseas. Por último, el pipiolo, Ricot Fergud.
—Hola —saludó tímidamente Ricot alzando la mano. Se dio cuenta de que Amateus le miraba sorprendido por el rabillo del ojo.
—Bien, cadetes —continuó Horace—. Ahora pasaremos a unas dependencias
donde se os entregará una mochila con todo lo necesario para el viaje:
víveres, uniformes, herramientas, botas… —Horace miró los pies descalzos
de Yazeg mientras hacía alusión a las botas—. Después iremos a la
armería para terminar de pertrecharos como es debido y por último os
explicaré la ruta de viaje que nos ha sido encomendada y partiremos
hacia nuestro destino. Debo comentaros que deberéis abonar íntegramente
el precio de cualquier pieza de vuestro equipamiento que perdáis o
devolváis en mal estado una vez regresemos de la Cacería, así que id con
cuidado. Muy bien, seguidme.
Ricot siguió obedientemente a Horace mientras escuchaba proveniente del
exterior el estruendo de los primeros fuegos artificiales y no paraba de
preguntarse a sí mismo: “¿Cómo diantres he acabado aquí?”
Capítulo 5:
La fiesta había dado comienzo en cuanto el sol había alcanzado su cenit
sobre ciudad Férrica. Los invitados, la flor y nata del Imperio, desde
famosos alquimistas hasta héroes de guerra, se dirigían al Palacio
Imperial para acudir al gran banquete ofrecido por el Arconte. Los
Fergud no eran una excepción, por lo que Tanem acudiría a la fiesta como
representante de la familia debido a que era el único que se encontraba
en la capital, ya que sus padres y abuelos vivían en la alejada aldea
de Totjheim y Ricot (el cual de todos modos no habría sido invitado
debido a su condición) se había unido a la Cacería.
Aquella misma mañana Tanem se había vuelto a despertar a primera hora
para trasladar los fuegos artificiales, ya finalizados, al palacio,
donde los artificieros que les habían hecho el pedido se encargarían de
colocarlos en baterías para sincronizar su lanzamiento y así crear un
bello y harmonioso espectáculo de luces y colores. Una vez finalizada la
entrega, Tanem regresó a sus aposentos y se arregló para la fiesta. Una
vez se hubo acicalado, dejó de lado su túnica de aprendiz del gremio y
se vistió con su túnica de gala, una magnífica prenda de seda que
combinaba los tonos verde oliva de las mangas con las filigranas doradas
en forma de oleaje bordadas sobre el pecho y los hombros. Sus padres se
la habían regalado para la ocasión. Había sido fabricada en Eseria, la
lejana ciudad libre de Levante en la que se encontraba uno de los
puertos comerciales más importantes de Ibhn. Tanem, al igual que la
mayoría de los habitantes del Imperio, nunca había visto el mar con sus
propios ojos. Aquella túnica sería considerada por el resto de invitados
como exótica, una muestra del poderío económico y los contactos e
influencias de la familia Fergud, y al mismo tiempo una provocación del
propio Tanem ante una sociedad tan cerrada e inmovilista como lo era el
Imperio. El problema residía en que los Fergud nunca habían tenido
ningún tipo de reserva a la hora de exportar sus piezas arcanas a otras
regiones más allá de las fronteras del Imperio y venderlas por un
abultado precio en los mercados extranjeros donde no abundaban aquellos
bienes. Sin embargo, otros alquimistas y herreros, como su maestro
Montag, consideraban que compartir sus creaciones y conocimientos con
los extranjeros era un pecado y que todo lo que se fabricaba en el
Imperio debía ser por y para las gentes del Imperio. A causa de ello, la
familia Fergud seguía siendo respetada por sus compatriotas debido a
las maravillosas creaciones mágicas que fabricaban, pero habían generado
envidias y rivalidades entre otras familias poderosas de su sociedad.
Una vez se hubo vestido, Tanem abandonó la Fábrica y fue andando hasta
Palacio. Por mucho que otras culturas considerarán que alguien
perteneciente a una clase social alta debía acudir a ese tipo de citas
montando a caballo o en carruaje, nadie en el Imperio utilizaba
demasiado a menudo esos medios de transporte. Cualquier ferviente
patriota habría dicho a un extranjero que esa costumbre se debía a que
los lugareños eran gente dura y hecha a sí misma, que preferían
ejercitar las piernas en lugar de ir montados cómodamente y dejar que
otra criatura cargara con ellos. Pero la realidad era, tal y como Tanem
bien sabía, que en el Imperio no abundaban los caballos ni ningún otro
tipo de bestia de tiro. Esto era debido a que los aledaños a la
cordillera de Artús eran tierras rocosas y metálicas, sin pizca de
hierba y poco aptas para el cultivo, sobre las que el ganado no podía
pastar y por las que cualquier caballo podría romperse una pata con
facilidad. Al llegar a Palacio, Tanem entregó formalmente la piedra que
hacía las veces de invitación, y un sirviente le acompañó hasta el salón
principal donde iba a celebrarse el banquete.
Tanem había entrado en el Palacio múltiples veces desde que había
ingresado como aprendiz a trabajar en la Fábrica debido a que el Palacio
era el centro neurálgico del Imperio, y tanto el Arconte como el resto
de altos cargos políticos y militares solían solicitar los servicios de
los alquimistas frecuentemente. Se trataba de un edificio construido en
su totalidad con minerales de silicato, lo que hacía que para el ojo
inexperto el palacio pareciese un gran cristal de tonalidad grisácea. No
contaba con torres, si no que en su lugar la infraestructura crecía
hacia el interior de la montaña en forma de caverna. A pesar de ello, no
era un lugar lúgubre ni húmedo debido a que contaba con lámparas
daonicas a cada decena de pasos cuya luz se reflejaba en los minerales
que componían las paredes. La decoración era austera y los suelos no
contaban con alfombras ni las paredes con tapices o cuadros, y todos y
cada uno de los muebles estaban hechos de acero, la mejor de las
aleaciones del hierro que los herreros eran capaces de forjar. La
primera vez que Tanem había estado allí había sido con sus padres, en
una ocasión en que habían viajado hasta ciudad Férrica para entregar al
Arconte un reloj de cobre mágico como el que él mismo tenía, pero diez
veces más grande. Recordaba como Baláceas había dicho que deseaba tener
aquel artilugio en la sala del trono para poder controlar el tiempo en
todo momento y para que las futuras generaciones fueran testigos de que
su mandato duraría mil años.
Al acceder al salón donde se iba a celebrar el banquete, el sirviente le
mostró el asiento que tenía asignado en la gran mesa rectangular que
ocupaba la mayoría del espacio, y luego le deseo que se divirtiera y le
abandonó. Al ver que la mayoría de invitados ya se habían sentado, Tanem
también tomó asiento y charló con los alquimistas que estaban cerca de
él a la espera de que el anfitrión apareciera y diera comienzo el
festín.
[…]
Se formó un respetuoso silencio en todo el salón en cuanto el Arconte y
los miembros de su familia entraron en el salón precedidos del
estridente sonido de las famosas carcabas, también denominadas
castañuelas metálicas, que anunciaban su presencia cada vez que Baláceas
aparecía en un salón de Palacio. Todos ellos tomaron asiento en la
cabecera de la mesa y Baláceas dirigió unas palabras de bienvenida a sus
invitados; pero Tanem no le escuchaba en absoluto. Solo tenía ojos y
oídos para la bella dama sentada a la derecha del Arconte. Se trataba de
Melinda, la mismísima sobrina de Baláceas. El Arconte no estaba casado,
y el padre de Melinda había muerto hacía años en el campo de batalla,
por lo que Baláceas trataba a la hija de su hermana como si fuese su
propia hija. Por lo tanto, Melinda no ostentaba de un modo protocolario
el título de princesa, pero todo el mundo la trataba como tal. Era una
mujer joven y bajita, un pelín regordeta y con unos senos que no pasaban
desapercibidos (y que no trataba de ocultar, pues llevaba un abultado
escote). Se decía que su madre y Baláceas no eran suficientemente duros
con ella y que le consentían cualquier capricho, y a causa de ello
Melinda era altanera, irrespetuosa con los demás e irresponsable;
cualidades que el propio Arconte habría condenado en cualquier otro
ciudadano.
Baláceas terminó de hablar y Tanem salió de su ensimismamiento cuando
los sirvientes comenzaron traer las viandas. El alboroto volvió de
inmediato al salón y los comensales se lanzaron sin pudor a atacar los
platos de lacón con grelos, la empanada de sardinas, los milhojas de
pimientos y los muslos de Jing-make con jugo de semillas de asupandula y
ajo; todo ello manjares venidos de más allá de las fronteras del
Imperio. Los platos se sucedieron y la bebida fluyó abundantemente.
Mientras, un grupo de actores venidos desde las cálidas tierras de
Quirim cantaban pícaras baladas para entretener a los invitados
(poniendo especial interés en alabar y sonrojar a las damas solteras).
Tanem disfrutaba de todo ello, pero al mismo tiempo iba lanzando
discretas miradas hacia el cabezal de la gran mesa para saber en todo
momento qué hacía Melinda.
[...] Capítulo aun en construcción. Estoy intentando hacer un capítulo
bastante más largo que los anteriores, con la intención de que tenga una
longitud cercana a un capítulo de una novela, pero me está costando
bastante. Cuando lo termine editaré este comentario y otro mensaje
avisaré de que ya está acabado.
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